Introducción
La obra de Gaston Bachelard se resiste
a las clasificaciones. Y por la misma razón, probablemente, sea
difícil considerarlo cabeza de una escuela filosófica –pese
a que su influencia haya sido muy amplia–. Habría muchos seguidores
de Bachelard, pero no sabríamos identificar ‘bachelardianos’ estrictos.
La razón estriba en una rasgo de
su obra, cuál es una aparente dispersión, una aparente falta
de sistematicidad. Se diría que, cómo ocurre con la imaginación
o la ensoñación –que son objeto de su investigación–,
la materia de su obra se resiste a fijarse en una rígida retícula,
en un método fijado de antemano que permitiera a sus seguidores
fáciles trasposiciones. Su obra, pues, está hecha más
bien de meandros, de muy ricas sugerencias, que obligan a nuevos derroteros
que no sean simples aplicaciones del original.
Esta aparente falta de método la
hemos reflejado en la cita que encabeza estas líneas, cita que Bachelard
había destacado en el encabezamiento de una de sus últimas
obras, La poética de la ensoñación (La poétique
de la rêverie, 1960). Y, sin embargo, visto desde el significado
original del término "método", o sea camino, sí hay
un camino que contiene su propia coherencia. Como tantas veces se ha destacado,
el "método" es el camino una vez recorrido –contra la pretensión
de una previa determinación de él–; por eso, tantas metodologías
son malas construcciones retóricas a posteriori.
La coherencia del recorrido de Bachelard
no es, pues, la coherencia de un designio previo, sino el despliegue de
unas ideas que van trazando nuevos campos de aplicación, nuevos
objetos de reflexión. Concretamente, y para decirlo muy resumidamente,
Bachelard avanza desde el ámbito de la filosofía de la ciencia,
de una epistemología, al ámbito de la poética, de
una filosofía de la imaginación. Ciencia y poesía
son ámbitos tan distintos que parece que hubiera dos Bachelard,
pero justamente el esfuerzo y la contribución de Bachelard consiste
en ponerlos en relación.
La reflexión sobre las mutaciones
de la ciencia
Bachelard, licenciado en Matemáticas
en 1912, profesor de Física y Ciencias Naturales, y licenciado en
Filosofía en 1920, se interesa en primer lugar por la historia y
la filosofía de la ciencia. Sus tesis doctorales y sus primeras
publicaciones tratan de esas cuestiones. Así por ejemplo, en El
nuevo espíritu científico (Le nouvel esprit scientifique,
1934) y sobre todo luego en La formación del espíritu
científico (La formation de l’esprit scientifique, 1938)
profundiza en las consecuencias epistemológicas de la que ha sido
una mutación fundamental en la ciencia del siglo XX. La física
relativista de Einstein ha sustituido a la newtoniana, los esquemas mentales
extraídos del mecanicismo (filosóficamente formulados en
la epistemología cartesiana) ya no son válidos. En este contexto,
Bachelard acuña la noción de ‘corte’ o ‘ruptura’ epistemológica:
los avances en la ciencia no sólo requieren una acumulación,
requieren una ruptura con los hábitos mentales del pasado. Los avances
se producen, pues, venciendo resistencias y prejuicios, aquellos que pertenecen
al cuadro conceptual y a las imágenes dominantes en la configuración
epistemológica que ha de superarse. Esta noción se corresponde
aproximadamente a lo que dirá luego Kuhn sobre los cambios de paradigma.
Pero la reflexión de Bachelard va
más allá de la identificación de los sucesivos paradigmas
desde el punto de vista de su aparición histórica. En cierto
modo, al profundizar en las condiciones del pensamiento científico
su reflexión se hace metahistórica. La intención la
formulará netamente en su Psicoanálisis del fuego
(La psychanalyse du feu, 1938), al decir que pretende encontrar
"la acción de los valores inconscientes en la base misma del conocimiento
empírico y científico".
Tal intención venía anunciada
ya al reflexionar sobre las implicaciones de la nueva física. Por
ejemplo, la pretensión de un sujeto observador independiente del
objeto observado ya no es un supuesto válido a la luz del principio
de indeterminación formulado por Heisemberg. Inevitablemente, según
tal principio de la física cuántica, el observador modifica
lo observado. Lo mismo cabría decir respecto a la caducidad del
supuesto de la filosofía mecánica que pretende reducir todo
a figura y movimiento. Pero esta constatación no es sólo
el resultado de un episodio histórico en el desarrollo de la ciencia
de este siglo. Bachelard la generaliza más allá de ese contexto
histórico. De ahí, esa derivación desde lo más
particular –la caducidad de la filosofía mecánica– hacia
lo más general –descubrir los rasgos inconscientes en el propio
conocimiento científico–.
El estudio de ese inconsciente va más
allá de un mero psicologismo, del psicologismo que consistiera en
describir las condiciones o limitaciones psíquicas en que se mueve
el científico en su ambiente intelectual. La derivación es
más profunda: parte de la convicción de que ha de romperse
con la idea tan extendida de una neta separación entre un sujeto
contemplativo y un universo indiferente o independiente de esa mirada.
La convicción es de orden ontológico: la imagen crea realidad,
la imagen es anterior al pensamiento. Hay, pues, un continuum entre lo
que llamamos ‘real’ y lo que llamamos ‘irreal’; la llamada realidad es
también una construcción realizada desde las imágenes.
Y ese programa, el de una filosofía
de la imaginación, es el que desarrolla ese otro Bachelard, un otro
que no deja de ser el mismo.
La filosofía de la imaginación
Que es un mismo Bachelard, el epistemólogo
y el filósofo de la imaginación, lo indica un dato relevante:
en 1938 publica La formación del espíritu científico,
con el significativo subtítulo Contribución a un psicoanálisis
del conocimiento objetivo ; y en el mismo año también
publica el ya citado Psicoanálisis del fuego. Esta última
obra inaugura el ciclo de sus estudios sobre la imaginación de la
materia. Luego en años posteriores seguirán cruzándose
las obras de filosofía científica y epistemología
con las obras sobre el imaginario –aunque ciertamente este segundo tipo
destacará sobre el primero–.
De estos estudios sobre el imaginario,
destacan el citado ciclo sobre la imaginación de la materia a través
de los cuatro elementos. Iniciándose en el elemento fuego, se completa
con otras obras sobre los restantes elementos: el agua en El agua y
los sueños: ensayo sobre la imaginación de la materia
(L’air et les songes: essai sur l’imagination de la matière,
1942), el aire en El aire y los sueños: ensayo sobre la imaginación
del movimiento (L’air et les songes: essai sur l’imagination du
mouvement, 1943), y la tierra en La tierra y los ensueños
de la voluntad (La terre et les rêveries de la volonté,
1948) y en La tierra y los ensueños del reposo (La terre
et les rêveries du repos, 1948).
Una primera indicación de la intención
de Bachelard nos viene dada ya en el uso de los términos "songe"
y "rêverie". El primero no sólo significa ‘sueño’:
en francés es también un modo del pensar y del recordar ("songer
à quelqu’un" es ‘pensar en alguien’). El segundo, traducido por
‘ensoñación’ o ‘ensueño’, quiere subrayar también
ese estado intermedio entre lo consciente y lo inconsciente, entre lo real
y lo imaginado, o sea un estado de duermevela. En ese intermedio se revela
el valor productor de las imágenes. Al analizar, pues, el imaginario
(songes y rêveries) de los cuatro elementos se ponen
de relieve todo un encadenamiento de figuras, de lo que Bachelard llama
complejos, de imágenes poéticas, de construcciones mentales
inconscientes, en lo que es la percepción-construcción de
la realidad. Son las diversas pautas del pensar y del imaginar que organizan
el mundo.
Un ejemplo será esclarecedor. Al
analizar el elemento agua, Bachelard considera su relación con el
elemento tierra, la mezcla de ambos: es la noción de pasta moldeable,
ejemplificada en la arcilla. Y entonces Bachelard subraya la diferencia
esencial entre lo que sería la mirada exterior a esa masa, que conduce
al punto de vista contemplativo y geométrico, y lo que sería
la intervención manual en esa pasta. Es la diferencia entre el punto
de vista de la mano ociosa y el punto de vista de la mano trabajadora.
El primero subraya esa distancia que Bachelard quiere abolir. La convicción
en clave epistemológica –contra una ciencia supuestamente exterior
al objeto– viene ejemplificada en esa imagen del modelar de la arcilla,
aquí en clave de filosofía de la imaginación.
Y como ésta, hay multitud de otras
imágenes, de encadenamientos, de resonancias, que visualizan las
disposiciones ante la realidad. Para descubrirlas hay que seguir esas ensoñaciones
de la materia. Tal es el programa que se desarrolla en este ciclo sobre
los cuatro elementos. Lo que sobresale en esta línea seguida por
Bachelard es el nuevo énfasis puesto justamente en la materia, frente
a lo que era más habitual, es decir el tomar la forma como supuesto
objeto de la imaginación. Parecería que la materia es un
ámbito que pertenece más propiamente a la "realidad", mientras
la forma sería el ámbito propio de la imaginación.
Bachelard subvierte esta clasificación, declarando por ejemplo que
"la materia es el inconsciente de la forma". Es decir, si se quiere indagar
en las imágenes hay que reconducirlas a su constitución material.
En resumen, hay que ver a Bachelard como
una de las contribuciones más profundas y originales a la filosofía
de este siglo, particularmente en la situación de la filosofía
europea de entreguerras –cuando entra en escena una nueva consideración
de los aspectos inconscientes, de las variables míticas, de la referencia
al imaginario–. Todo eso supone una pequeña revolución en
los ámbitos de la simbología, de la estética. Pero
el mérito añadido de Bachelard es el de haber relacionado
este ámbito con el de la filosofía de la ciencia, rompiendo
una barrera que parecía insalvable.
Nota biográfica
y bibliográfica
Gaston Bachelard (1884–1962), tras sus
estudios de matemáticas y físicas, se doctoró en filosofía
con la tesis Essai sur la connaissance approchée (1927).
Hasta 1938, puede hablarse de una etapa centrada en los estudios de filosofía
de la ciencia. En 1940 se hace cargo de la cátedra de Historia y
Filosofía de la Ciencia de la Facultad de Letras de la Sorbona de
París. En 1938 había iniciado su ciclo sobre los cuatro elementos.
Junto a él, pueden destacarse también La filosofía
del no (La philosophie du non, 1940), Lautréamont
(1939), La poética del espacio (La poétique de
l’espace, 1957), La poética de la ensoñación
(La poétique de la rêverie, 1960); y en la vertiente
epistemológica El materialismo racional (Le matérialisme
rationnel, 1953) y póstumamente Epistemología
(Epistémologie, 1971). |